Hace aproximadamente un siglo, Rabindranath Tagore, premio Nobel de Literatura en 1913, escribió un cuento tan breve como dramático. Contaba que un chico se enamoró perdidamente de una chica, que resultó ser una harpía, una pérfida malvada.

Le pidió, como prueba de su amor, que le llevara el corazón vivo de su madre. Ciego como estaba, corrió a cumplir su deseo. Encontró a su madre a la puerta de su casa, y, sin mediar palabra, le sacó el corazón con un cuchillo. Al correr de vuelta, con la agitación tropezó y cayó al suelo, desde donde oyó las últimas palabras de su madre: “¿te has hecho daño, hijo?”.

De entrada, le había sido profetizado, cuando llevó a Jesús recién nacido al Templo, que una espada atravesaría su alma (podría traducirse también por “corazón”). Se cumplió más de treinta años después, en el Calvario. Y precisamente allí, cuando agonizaba su Hijo –su único Hijo- en el tormento de la cruz, y estaba a punto de ser atravesado su corazón por una lanza, fue cuando Cristo nos la dio por madre. “Ahí tienes a tu hijo”, dijo señalando a San Juan, que en ese momento nos representaba a todos. Y aceptó. A nosotros, que somos los pérfidos, o sea, los pecadores. El parto de Jesucristo había sido sin dolor; el nuestro, en cambio, fue con un dolor inimaginable.

Cuenta San Juan en su Evangelio que la recibió… y aquí difieren las versiones, intentando traducir “en lo suyo” que es literalmente la expresión del original griego. En realidad, significa “en su vida”, en toda ella. Es el primer ejemplo de un buen hijo, invitación a todos nosotros a que le sigamos. Por una parte, es deber de agradecimiento, como sucede con todo hijo que valore mínimamente a su madre. Pero también es una garantía: después de entregar a su Hijo en la Cruz, junto a Él, para nuestra salvación, sabemos que nunca nos abandonará, que nunca nos dará por perdidos, que siempre nos dedicará una mirada de ojos misericordiosos. El ruega por nosotros, pecadores, siempre será atendido, y lo será en el momento presente –ahora– y en el momento más decisivo –y en la hora de nuestra muerte-.

La devoción a la Virgen María tiene un sentido, sobre todo si nos paramos a pensar que es nuestra madre y nos damos cuenta de lo que significa. También, cuando consideramos el momento en que Cristo nos la dio como madre, momento de muy especial trascendencia. Y, de paso, podemos comprobar que donde más se nota la mano misericordiosa de Dios para con nosotros es precisamente en los lugares dedicados especialmente a la devoción mariana.

Desde hace siglos, la Iglesia dedica el primaveral mes de mayo a la Madre de Dios y Madre nuestra. Es una invitación a profundizar en el sentido que tiene la devoción mariana, y a unir nuestro corazón con el suyo. Las oraciones marianas, y aquí podemos fijarnos especialmente en el rosario, tienen esta intención, y nos conviene aceptar esa invitación, que a la postre proviene de ella misma y de su Primogénito, Dios y hombre.